viernes, 7 de septiembre de 2012

El barrio viejo IV

El sargento nos invitó a seguirle hasta el bar del auditorio. En la entrada del mismo se paró un momento para hacer una rápida inspección visual del local. Tras eso avanzó con resolución hacia una de las mesas del fondo en la que estaba sentada una mujer rubia, con aspecto de estar en los primeros años de su treintena. Era bastante atractiva, aunque con unos rasgos ligeramente atípicos. Me llamaron especialmente la atención sus grandes ojos azules.

 Cuando la rubia en cuestión se percató de que nos dirigíamos hacia ella nos lanzó un rápido vistazo a los tres. Cuando su mirada se fijó en el sargento su cara mostró un gesto de reconocimiento y se levantó presurosa a saludar.

 -- Hola maestro – dijo, a modo de saludo, al dirigirse al sargento.
 -- Hola Capitana Silgo -- respondió con tono divertido el sargento. – Te presento a Silvia.

-- Hola Silvia — dijo Mónica mientras le daba los dos típicos besos de saludo a la susodicha.
 -- Y al teniente Martínez – añadió el Sargento señalándome. Los antiguos instintos se adueñaron de mí y me disponía a cuadrarme, como corresponde para saludar a un superior. El sargento debió percatarse de mi intención y sujetando mi brazo me espetó:

 -- Martínez, que somos civiles, no llame la atención usando gestos militares. Al igual que usted Mónica era capitana, en concreto capitana psicóloga, en las antiguas fuerzas armadas españolas. Ahora mismo es civil, y, a diferencia de usted y yo, nunca ha estado enrolada en los ejércitos kokusha.

 -- No seas severo con él – dijo Mónica dirigiéndose al sargento. – Es muy habitual que la gente que ha estado mucho tiempo en el ejército, como obviamente es el caso de Martínez, no pueda quitarse ciertos hábitos.

  En eso intervino Silvia, que tras saludar a Mónica se había quedado un poco apartada, con gesto pensativo.

 -- Sargento, por curiosidad ¿ha sido Mónica la que le ha comprado la entrada, asegurándose de que estuviese al lado nuestro?

 -- No, no. Mónica os conocía de oídas, pero no sabía que aspecto teníais. Lo de las entradas fue muy sencillo. Llamé a las taquillas y le comenté a la taquillera que ibais a adquirir dos entradas y que yo quería una al lado vuestro. Le dí una descripción de vuestro aspecto, asegurando que no podría confundiros. Y así fue. Después de todo un tipo alto, con una incipiente calvicie, feucho y de aspecto desgarbado acompañado de una chica de aspecto tan espectacular como Silvia no es una combinación habitual en el barrio viejo.

 --Ah, vale, explicado – dijo Silvia con una sonrisa en la boca, mirándome de reojo, intentando hacer como que se había percatado de la poco amable descripción que el sargento había hecho de mi aspecto físico.

 -- Y ya que estamos, si no es indiscreción, ¿Por qué te ha llamado maestro?

 El sargento iba a responder, pero la capitana Silgo se le adelantó – aquí el señor es cinturón negro de Kempo Kárate- En su momento entrené con él en el mismo gimnasio y a veces quedábamos para entrenar juntos en algún parque. Como en ese momento yo era cinturón morado solía llamarle, en tono de broma: “maestro”--.

 -- ¿Kempo kárate? – Pregunté yo – Yo creí que el sargento era instructor de Arnis, y artes marciales Filipinas en general. Y antes de que el sargento pudiera decir nada Silvía comentó:

 -- Pues a mi me dio algunas clases de artes marciales, pero fueron de Krav Maga, el estilo de lucha cuerpo a cuerpo del ejército Israelí.

 -- Vaya por dios – interrumpió el sargento – si queréis os mando por mail mi curriculum y acabamos antes – dijo con tono irónico, y con gesto de querer cambiar de tema.

 Tras eso estuvimos hablando un rato, entablando algo de conocimiento mutuo. El sargento nos explicó que tras la disolución del ejército Mónica no había tenido problema en reubicarse profesionalmente en un puesto de trabajo civil, como profesora universitaria en una facultad de psicología. Dada su profesión, enseguida había desarrollado un gran interés por los kokusha y sus características psicológicas. Aparentemente había sido ese interés el que le había llevado al sargento a contactar con ella y unirla a nuestra causa.

  Tras la breve charla llegó la hora del siguiente concierto, y ocupamos nuestras butacas. No muy sorprendentemente Mónica estaba sentada casi al lado nuestro. Nada mas sentarnos el sargento se puso a hablar sobre la obra que íbamos a escuchar. Nos explicó que Ravel la había compuesto al poco de regresar de su gira como concertista en los Estados Unidos. Allí había sido muy influenciado por la entonces naciente música de Jazz, y en particular por Gershwin y su “rapsodia in blue”. Nos explico que no era muy sorprendente ya que los músicos de Jazz gustaban de armonías con acordes de séptima, novena e incluso onceava, y eso, a Ravel, posiblemente uno de los mayores maestros de la armonía, no podía dejarle indiferente. También el complejo aspecto rítmico del Jazz, tan alejado de la música orquestal Europea se hacía patente en el concierto, en especial en los movimientos primero y, sobre todo, tercero. Nos explico que, a diferencia de los otros, el segundo movimiento era un adagio assai, con una estructura rítmica supersencilla, un típico valse en un compás de tres por cuarto. Nos comentó que, contrastando con la sencillez rítmica, el movimiento era terriblemente rico en su desarrollo armónico y que requería unas cualidades interpretativas diferentes a los otros movimientos, mucho más virtuosísticos.


 Mientras escuchábamos las detalladas explicaciones del sargento los demás nos mirábamos unos a otros, como preguntándonos si estábamos entendiendo lo que decía. Yo había oído algo de que los acordes de séptima eran una especie de disonancias, y que sólo los músicos de rock sinfónico se atrevían a meterlos en sus canciones. Por lo visto el pop se hacía en su mayoría con acordes mayores y menores, que eran más sencillos. Por sus caras ni Silvia ni Mónica sabían más que yo, si es que siquiera sabían eso. A veces, mientras explicaba algunas cosas, el sargento hacía gestos con sus manos, como si estuviera tocando en un piano imaginario las partes del concierto de las que hablaba.


 Cuando estaba terminando su explicación llegó la pianista, y rápidamente tomó asiento. Antes de que empezara la obra el sargento nos soltó una de sus típicas frases crípticas:

 -- Estén muy atentos al concierto, y reflexionen sobre él y sobre la figura de su creador, Ravel. Hay bastantes analogías entre su época histórica y la actual. Ah, si, y no olviden que el concierto es en G Mayor, que en la nomenclatura hispanoamericana para las notas es Sol mayor. Eso es muy importante para entender lo que debemos hacer en el futuro.

 Y en eso empezó la pianista a tocar y no pudimos hacer ninguna pregunta. Para intentar adivinar a que se refería el sargento miré el libreto. Hablaba un poco de la vida de Ravel. El concierto era del 1931, en el periodo entre la primera y la segunda guerra mundial. Se comentaba, como anécdota, que en la primera guerra mundial, Ravel había estado en un pelotón del ejército que había llegado a enfrentarse a otro del ejército alemán dónde estaba el, por entonces desconocido, Adolf Hitler. En esa misma guerra un concertista, Paul Wittgenstein, había perdido su brazo derecho. A raíz de esa perdida le había solicitado a la mayoría de compositores famosos de la época, incluyendo a Ravel, que hicieran obras adecuadas para su minusvalía.

 Seguí leyendo, pero no conseguí dar con nada en lo que viese una analogía con la época actual. Conociendo al sargento imaginé que no sería capaz de dar con ella así que desistí pronto de mi empeño y me dediqué a escuchar el concierto, que, en eso tenía razón el sargento, era realmente bueno. En particular el segundo tiempo me dejó bastante impresionado. Dados mis gustos guitarreros nunca imaginé que podría emocionarme oyendo una obra que, en manos de algún músico mas incompetente, no pasaría de ser una sosería típica de la peor música new age.

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