Llegaba tarde a la
conferencia. Si seguía las vueltas de la carretera llegaría mínimo con veinte minutos de retraso así que se decidió a meterse por medio del parque.
Era ya casi de noche y no veía nadie, así que no le hacía mucha gracia, pero
por otro lado estaba en un campus universitario y no tenía noticias de que
hubiera habido atracos en al menos los últimos tres o cuatro años así que era
estadísticamente seguro.
Para minimizar el riesgo, y así de paso llegar lo
antes posible, se adentró en el césped, medio trotando medio corriendo.
Conforme se adentraba mayor era su velocidad. Sin embargo cuando llego a
una zona dónde la densidad de árboles
era mas alta y una espesura de arbustos angostaba el paso tuvo que ir mas
despacio para evitar el peligro de arañarse con alguna rama o, peor aún, que se
le metiera en un ojo o algo así.
Aprovechó para llevarse la mano al bolsillo de
la cazadora y sacar el móvil, para poder ir calculando cuan tarde llegaría
finalmente. Justo cuando había pulsado un botón y la retroiluminación
hacía visible el reloj notó un tremendo
impacto en la espalda que le derribó. Tenía buenos reflejos y la preparación
adecuada así que antes de tocar el suelo ya estaba en tensión dispuesto a absorber
adecuadamente la caída. Pero no pudo ser, algo pesado cayó encima de él haciendo que golpeara violentamente el suelo,
que, por fortuna, era blando. Intentó voltearse para ver que era lo que le
aprisionaba, pero le resulto imposible. Notó un pequeño dolor mientras algo le
arañaba la espalda y le volvía a colocar de nuevo boca abajo. Luego sintió como
algo punzante y húmedo se cerraba presionando con fuerza su cabeza, casi a la
altura de la nuca. La presa se cerró en un breve instante de cuasi agonía.
De repente estaba
otra vez de pié, todos los sentidos alerta. Le temblaban las piernas
involuntariamente y sentía algo parecido a una punzada de pánico, pero, aparte
de eso, no notaba dolor alguno. Una rápida inspección corroboró que así era. No
sabía dónde estaba. Miró alrededor y notó que todo era familiar, volvía a estar
en el camino que bordeaba la carretera. Recordó que, siendo muy pequeño, cuando
vivía en el pueblo, le había sucedido algo que, posiblemente, fuera similar.
Había trepado a la rama de un árbol para coger algunas cerezas. Lo siguiente
que recordaba era estar debajo del árbol, ya de pie y sin ningún dolor ni
magulladura visible. Eso sí, cuando había subido a la rama era el final de la
tarde, y ya luego, en el suelo, estaba ya la noche empezando a cerrarse. A esa
edad no llevaba reloj, pero estimó que habrían pasado entre media hora y dos
horas entre ambos instantes. No recordaba haberse caído y quedar inconsciente,
pero sin duda eso era lo que debía haber sucedido.
Tras ese fugaz
recuerdo volvió al aquí y ahora. ¿Qué demonios había sucedido? Tras mirar y
remirar a un lado y otro, y volver unas cuantas veces la cabeza, para vigilar su
espalda, se arriesgó y miro la hora. El reloj marcaba las 7 40,
¡imposible! Eso eran unos cinco minutos
antes de que entrase en el parque.
Meditó un poco, intentado aparcar la el aura de perplejidad que amenazaba con
invadirle. Era una persona cuanto menos bastante inteligente y pronto dió con una explicación
medianamente plausible. Debió haber sufrido algún tipo de desmayo y al caerse
el móvil se golpeó y, por algún misterioso mecanismo, se atrasó la
hora. No era una buena explicación, se daba cuenta de ello, pero para empezar
valía.
Volvió otra vez la atención al entorno y se dio cuenta de que no pasaba
ningún vehículo. No estaba seguro, pero hubiera jurado que no había pasado
ninguno desde su “vuelta”, lo cual resultaba ligeramente inquietante. No es que
fuese una carretera muy transitada pero incluso así era un tráfico demasiado
escaso. Asumió que, definitivamente, el reloj no marcaba una hora correcta y
que ya de ningún modo llegaba a la conferencia. En consecuencia creyó que lo
mejor era volver sobre sus pasos y seguir la carretera hasta la zona urbanizada
y, finalmente, al metro que le llevara de vuelta a casa.
Mientras deshacía el camino previamente andado
intentó analizar que podría haberle pasado. Sólo una vez en su vida se había
desmayado. Fue cuando era mas joven, recién llegado a la capital. Nadie le
había explicado el papel de la sal en la regulación de la presión sanguínea.
Por pura pereza de no coger el salero había estado comiendo casi sin sal un par de meses y había tenido
una leve lipotimia. Fue un desmayo anunciado. Instantes antes del mismo se dio
cuenta de que iba a suceder y le dio tiempo de tenderse, evitando la caída.
Despertó instantes después, con el amigo que le acompañaba en el autobús
mirándole con cara de preocupación.
El caso es que las secuencia de
acontecimientos no encajaba, fuese lo que fuese lo que le había dado no había
sido una lipotimia. En ese momento oyó
un rumor de movimiento a una cierta distancia de .su espalda, Se giró y
esta vez si pudo ver algo. A unos cuantos metros había un tigre. Estaba
detenido, mirándole. No era la primera ve que veía un tigre de cerca. De hecho, en esa otra ocasión, eran dos, y los había visto bastante mas cerca, a un par de metros como mucho.
Eso sí, con una valla metálica de por medio. Y esos tigres estaban sentados. En
el mismo sitio que esos tigres, un zoológico especializado en animales entrenados para cine y
publicidad, había más felinos
encerrados. Y uno de ellos, un jaguar, se había abalanzado contra él, una vez
más jaula mediante. Eso le permitía saber de primera mano cuan increíblemente
rápidos eran esos animales.
El tigre seguía
inmóvil, y a una distancia aparentemente prudencial. Sopesó sus opciones. Giró por un cortísimo instante la vista hacia
el parque, buscando un posible árbol cercano dónde encaramarse. Nada. Volvió a
mirar el animal, por suerte no parecía haberse movido. Estimó que de haber
iniciado el ataque incluso el efímero instante que había usado para buscar un árbol le habría bastado al tigre para
cubrir casi la mitad de la distancia que les separaba.
Descartando la huida a
una zona que pudiera servir de refugio buscó si había algo que pudiera servirle
como arma, una rama, piedras, o, ojala, algún hierro medio oxidado de alguna
antigua edificación. Enfrente suyo no divisó nada así, y no se atrevió a girar
la vista de nuevo hacia el parque. Decidió ir retrocediendo lentamente, a ver
como reaccionaba el felino. Al principio siguió inmóvil pero luego le siguió
con un andar entre perezoso y cauteloso, girando de tanto en tanto la enorme
cabeza, posiblemente en respuesta a algún sonido que para él resultaba del todo
inaudible. Poco a poco el animal agilizó su paso y empezó a ganarle terreno.
Ante esto hecho a correr, sin darle del todo la espalda, procurando mantenerle
lo mas de costado posible, teniendo siempre a la vista al depredador.
Fugaces miradas
ocasionales al suelo no resultaron en ningún hallazgo afortunado de algo que
pudiera servir como arma y enseguida resultó claro que el animal se le echaría
encima enseguida y que debería intentar afrontar la situación sin más apoyo que
la carpeta de cartón en la que llevaba sus folios y apuntes y la destreza
adquirida durante quince años de práctica razonablemente continuada de diversas
artes marciales, principalmente de mano vacía, y algo de estilos de lucha con
arma blanca. Procedió a defenderse con, dentro de lo que cabe bastante
dignidad, sin dejarse llevar por el miedo. Todo se decidió en un pis pas y, si
en algún momento pareció que su estrategia defensiva alargaba el desenlace una
fracción significativa de tiempo, posiblemente se debiera a la costumbre de los
felinos de jugar un poco con las víctimas indefensas, para así refinar sus
tácticas de ataque para futuras ocasiones. Después de todo, en el reino
animal, los depredadores eran, generalmente, mucho mas inteligentes que sus
presas. Y los felinos eran posiblemente los depredadores terrestres más
inteligentes de la historia del planeta. La parte más desagradable de los
acontecimientos no fue el fatídico desenlace, que era previsible y casi
inevitable, sino que al final, cuando empezó a morder en serio dolió una
barbaridad.
Pero eso no había
sido el final, únicamente la primera vez que sabía que era lo que le atacaba.
Variantes de la misma secuencia se repetían, siempre con un final similar. En
los escasos minutos entre su vuela a la consciencia, de pie en la carretera, y
el encuentro y lucha posterior con el tigre, le fue dado tiempo de componer la
situación. Todo indicaba que se hallaba viviendo una versión de pesadilla de la
película “atrapado en el tiempo”, también conocida como “el día de la mascota”.
Lo malo es que aquí la “mascota” era un tigre de entre trescientos kilos y
media tonelada (vaya usted a saber), bastante joven y con muy mala leche. Y en
vez de repetirse el día entero se repetía un tramo de entre 10 y 15 minutos,
dependiendo de cuanto consiguiera alargar su deceso.
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