lunes, 9 de diciembre de 2019

When time becomes a loop I


    Llegaba tarde a la conferencia. Si seguía las vueltas de la carretera  llegaría mínimo con veinte minutos de retraso así que se decidió a meterse por medio del parque. Era ya casi de noche y no veía nadie, así que no le hacía mucha gracia, pero por otro lado estaba en un campus universitario y no tenía noticias de que hubiera habido atracos en al menos los últimos tres o cuatro años así que era estadísticamente seguro. 

   Para minimizar el riesgo, y así de paso llegar lo antes posible, se adentró en el césped, medio trotando medio corriendo. Conforme se adentraba mayor era su velocidad. Sin embargo cuando llego a una zona dónde la densidad  de árboles era mas alta y una espesura de arbustos angostaba el paso tuvo que ir mas despacio para evitar el peligro de arañarse con alguna rama o, peor aún, que se le metiera en un ojo o algo así. 

     Aprovechó para llevarse la mano al bolsillo de la cazadora y sacar el móvil, para poder ir calculando cuan tarde llegaría finalmente. Justo cuando había pulsado un botón y la retroiluminación hacía  visible el reloj notó un tremendo impacto en la espalda que le derribó. Tenía buenos reflejos y la preparación adecuada así que antes de tocar el suelo ya estaba en tensión dispuesto a absorber adecuadamente la caída. Pero no pudo ser, algo pesado cayó encima de él  haciendo que golpeara violentamente el suelo, que, por fortuna, era blando. Intentó voltearse para ver que era lo que le aprisionaba, pero le resulto imposible. Notó un pequeño dolor mientras algo le arañaba la espalda y le volvía a colocar de nuevo boca abajo. Luego sintió como algo punzante y húmedo se cerraba presionando con fuerza su cabeza, casi a la altura de la nuca. La presa se cerró en un breve instante de cuasi agonía.

 De repente estaba otra vez de pié, todos los sentidos alerta. Le temblaban las piernas involuntariamente y sentía algo parecido a una punzada de pánico, pero, aparte de eso, no notaba dolor alguno. Una rápida inspección corroboró que así era. No sabía dónde estaba. Miró alrededor y notó que todo era familiar, volvía a estar en el camino que bordeaba la carretera. Recordó que, siendo muy pequeño, cuando vivía en el pueblo, le había sucedido algo que, posiblemente, fuera similar. Había trepado a la rama de un árbol para coger algunas cerezas. Lo siguiente que recordaba era estar debajo del árbol, ya de pie y sin ningún dolor ni magulladura visible. Eso sí, cuando había subido a la rama era el final de la tarde, y ya luego, en el suelo, estaba ya la noche empezando a cerrarse. A esa edad no llevaba reloj, pero estimó que habrían pasado entre media hora y dos horas entre ambos instantes. No recordaba haberse caído y quedar inconsciente, pero sin duda eso era lo que debía haber sucedido.

  Tras ese fugaz recuerdo volvió al aquí y ahora. ¿Qué demonios había sucedido? Tras mirar y remirar a un lado y otro, y volver unas cuantas veces la cabeza, para vigilar su espalda, se arriesgó y miro la hora. El reloj marcaba las 7 40, ¡imposible!  Eso eran unos cinco minutos antes de que  entrase en el parque.

  Meditó un poco, intentado aparcar la el aura de perplejidad que amenazaba con invadirle. Era una persona cuanto menos bastante  inteligente y pronto dió con una explicación medianamente plausible. Debió haber sufrido algún tipo de desmayo y al caerse el móvil se golpeó y,  por   algún misterioso mecanismo, se atrasó la hora. No era una buena explicación, se daba cuenta de ello, pero para empezar valía. 

   Volvió otra vez la atención al entorno y se dio cuenta de que no pasaba ningún vehículo. No estaba seguro, pero hubiera jurado que no había pasado ninguno desde su “vuelta”, lo cual resultaba ligeramente inquietante. No es que fuese una carretera muy transitada pero incluso así era un tráfico demasiado escaso. Asumió que, definitivamente, el reloj no marcaba una hora correcta y que ya de ningún modo llegaba a la conferencia. En consecuencia creyó que lo mejor era volver sobre sus pasos y seguir la carretera hasta la zona urbanizada y, finalmente, al metro que le llevara de vuelta a casa. 

  Mientras deshacía el camino previamente andado intentó analizar que podría haberle pasado. Sólo una vez en su vida se había desmayado. Fue cuando era mas joven, recién llegado a la capital. Nadie le había explicado el papel de la sal en la regulación de la presión sanguínea. Por pura pereza de no coger el salero había estado comiendo  casi sin sal un par de meses y había tenido una leve lipotimia. Fue un desmayo anunciado. Instantes antes del mismo se dio cuenta de que iba a suceder y le dio tiempo de tenderse, evitando la caída. Despertó instantes después, con el amigo que le acompañaba en el autobús mirándole con cara de preocupación.

 El caso es que las secuencia de acontecimientos no encajaba, fuese lo que fuese lo que le había dado no había sido una lipotimia. En ese momento oyó  un rumor de  movimiento a  una cierta distancia de .su espalda, Se giró y esta vez si pudo ver algo. A unos cuantos metros había un tigre. Estaba detenido, mirándole. No era la primera ve que veía un tigre de cerca. De hecho, en esa otra ocasión,  eran dos, y los había visto bastante mas cerca, a un par de metros como mucho. Eso sí, con una valla metálica de por medio. Y esos tigres estaban sentados. En el mismo sitio que esos tigres, un zoológico especializado en animales entrenados para cine y publicidad,  había más felinos encerrados. Y uno de ellos, un jaguar, se había abalanzado contra él, una vez más jaula mediante. Eso le permitía saber de primera mano cuan increíblemente rápidos eran esos animales.

 El tigre seguía inmóvil, y a una distancia aparentemente prudencial. Sopesó sus opciones.  Giró por un cortísimo instante la vista hacia el parque, buscando un posible árbol cercano dónde encaramarse. Nada. Volvió a mirar el animal, por suerte no parecía haberse movido. Estimó que de haber iniciado el ataque incluso el efímero instante que había usado para buscar  un árbol le habría bastado al tigre para cubrir casi la mitad de la distancia que les separaba.

  Descartando la huida a una zona que pudiera servir de refugio buscó si había algo que pudiera servirle como arma, una rama, piedras, o, ojala, algún hierro medio oxidado de alguna antigua edificación. Enfrente suyo no divisó nada así, y no se atrevió a girar la vista de nuevo hacia el parque. Decidió ir retrocediendo lentamente, a ver como reaccionaba el felino. Al principio siguió inmóvil pero luego le siguió con un andar entre perezoso y cauteloso, girando de tanto en tanto la enorme cabeza, posiblemente en respuesta a algún sonido que para él resultaba del todo inaudible. Poco a poco el animal agilizó su paso y empezó a ganarle terreno. Ante esto hecho a correr, sin darle del todo la espalda, procurando mantenerle lo mas de costado posible, teniendo siempre a la vista al depredador. 

  Fugaces miradas ocasionales al suelo no resultaron en ningún hallazgo afortunado de algo que pudiera servir como arma y enseguida resultó claro que el animal se le echaría encima enseguida y que debería intentar afrontar la situación sin más apoyo que la carpeta de cartón en la que llevaba sus folios y apuntes y la destreza adquirida durante quince años de práctica razonablemente continuada de diversas artes marciales, principalmente de mano vacía, y algo de estilos de lucha con arma blanca. Procedió a defenderse con, dentro de lo que cabe bastante dignidad, sin dejarse llevar por el miedo. Todo se decidió en un pis pas y, si en algún momento pareció que su estrategia defensiva alargaba el desenlace una fracción significativa de tiempo, posiblemente se debiera a la costumbre de los felinos de jugar un poco con las víctimas indefensas, para así refinar sus tácticas de ataque para futuras ocasiones. Después de todo, en el reino animal, los depredadores eran, generalmente, mucho mas inteligentes que sus presas. Y los felinos eran posiblemente los depredadores terrestres más inteligentes de la historia del planeta. La parte más desagradable de los acontecimientos no fue el fatídico desenlace, que era previsible y casi inevitable, sino que al final, cuando empezó a morder en serio dolió una barbaridad.

  Pero eso no había sido el final, únicamente la primera vez que sabía que era lo que le atacaba. Variantes de la misma secuencia se repetían, siempre con un final similar. En los escasos minutos entre su vuela a la consciencia, de pie en la carretera, y el encuentro y lucha posterior con el tigre, le fue dado tiempo de componer la situación. Todo indicaba que se hallaba viviendo una versión de pesadilla de la película “atrapado en el tiempo”, también conocida como “el día de la mascota”. Lo malo es que aquí la “mascota” era un tigre de entre trescientos kilos y media tonelada (vaya usted a saber), bastante joven y con muy mala leche. Y en vez de repetirse el día entero se repetía un tramo de entre 10 y 15 minutos, dependiendo de cuanto consiguiera alargar su deceso.

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