Katana contra kali, samurais japoneses invadiendo
pueblos campesinos de filipinas, recio acero japonés frente a un grueso palo de madera extraída de algún
bosque monzónico. Hechos históricos
pobremente recogidos en una escueta crónica. Un acaudalado empresario -aficionado
a la historia del medievo nipón- no creía el desenlace narrado y me contrató
para que hiciera el papel del bando filipino. Un encargo sencillo en el que con
suerte no moriría nadie.
Mientras llegaba ese combate me ocuparía de
los asuntos de “la mano”, designación que yo usaba para esa organización sin
nombre en un velado homenaje a una
asesina a sueldo griega experta en artes marciales Japonesas -alter ego de un
célebre personaje de comic- que me había dado a conocer la existencia de la
organización.
“La mano” eran un grupo de científicos
buscando alterar el orden social de occidente y crear uno nuevo en que se
recompensara su mérito histórico por elevar a occidente sobre el resto de las
civilizaciones.
Según fui conociendo los entresijos de su
organización vi claro que si esperaban tener éxito en su plan maestro debían usar
un tipo de engaños en los que yo era un consumado experto, el espionaje
industrial.
Ya había localizado una empresa de
nanotecnología, Nanogulls, pionera en
grandes avances hechos justo en la dirección que ellos necesitaban. Esos
progresos junto a lo que los científicos de la mano habían ya desarrollado
bastaría.
Había hecho mis deberes de ingeniería social
básica y ya tenía localizada la víctima
idónea. Una mujer de mediana edad que formaba parte del personal técnico de Nanogulls.
Esta
siempre seguía la misma ruta hacía su casa, lo que facilitaba hallar una
localización en la que ubicar disimuladamente mi holoter.
Se basaba en un inocuo haz láser operativo en
las longitudes de onda que había dado en llamarse teraherzios. Estas longitudes
- situadas entre los infrarrojos y los microondas-eran emitidas de forma
natural por la mayoría de los cuerpos.
Cada
material tenía su propia frecuencia específica, y el resto de sustancias era
transparente a ella. Los primeros en hacer uso práctico de esas radiaciones
fueron los satélites de mediciones
geológicas para seguir operativos en días nublados.
Este láser sintonizaba-es decir formaba patrones
de interferencia- con la frecuencia específica del metal del que estaban hechas
las llaves de una persona y podía holografiarlas dónde quiera que su dueño las
llevara guardadas. A partir de la holografía podía duplicar esas llaves, y con
ellas entrar en el domicilio de esa persona sin forzar ninguna puerta.
Precisaba
alguien que habitara en un lugar dónde el
vecindario no fuera muy quisquilloso respecto a quien entraba y salía del
portal, y esa mujer cumplía el perfil.
Ya tenía las llaves y esa mañana iba a entrar
por primera vez en el piso. Comprobé que no había ningún problema, para ello
había dejado una cámara de video digital en un coche situado cerca del portal.
Verificar el trasiego del vecindario podría ser un
verdadero engorro de no contar con un programa que analizaba un archivo de
video y detectaba los momentos en que una escena normalmente fija- la puerta
del portal - cambiaba significativamente-cuando entraba o salía alguien.
Era una tecnología desarrollada
mayoritariamente por becarios universitarios supuestamente pagados por la DGT -tráfico- aunque un poco de reflexión
sugería quien podría estar financiándoles realmente.
No había ningún imprevisto, todos los vecinos
se habían marchado a sus respectivos trabajos y tenía vía libre. Entrar en el
domicilio y sacar del ordenador los datos buscados fue un juego de niños.
Entregé los ficheros a “la mano” y ocupé
viendo cine y haciendo un poco de entrenamiento extra los días previos duelo del que ya me habían notificado
la fecha de celebración.
Y llegó la gran noche. Se había elegido una
amplia nave industrial de las empresas de mi adversario para albergar el evento.
Este se
presentó ataviado con una armadura del periodo del Shogunato Tokugawa, siglo XVII, Japón feudal.
Estrictamente eso se alejaba de las normas
pactadas, pero me mostré condescendiente con esa pequeña ventaja extra limitándome
a canjearla por un nimio incremento en mis emolumentos.
Los padrinos- los de su rival, yo obviamente
no llevaba ninguno- se situaron en las ubicaciones designadas y empezó el
duelo.
Mi adversario se situó en posición casi
frontal, con los pies bastante separados,
sujetando la empuñadura de la espada con ambas manos y situándola en una
posición atrasada al lado derecho de su cuerpo cómo hacían los protagonistas de
las películas baratas.
Un par
de imperceptibles desplazamientos- hechos manteniendo el kali delante mio- me
situaron en distancia de golpeo mientras el aprendiz de samurai seguía estático
en su hierática postura con la espada casi a su espalda.
Descargué
el palo contra el costado derecho de la armadura con fuerza suficiente para
dejar a mi oponente sin respiración pese a la protección del peto de su
armadura.
Permití que este recuperara el resuello; apenas
recobrado el aliento cambió de táctica y esgrimió la katana lanzando o bien golpes
cortos y nerviosos lanzados fuera de distancia- de los que me limitaba a
apartarse- o bien golpes profundos sin
control que sorteaba con desplazamientos laterales acompañados de certeros
golpes.
Permití un breve rato a este juego y pasé a
la ofensiva. En un instante dado mi adversario inclinó excesivamente el sable a
su derecha- casi a la altura de su cadera-. Desde la posición de cruz que siempre formaba
mi arma con la del rival trazé con ella un arco ascendente que impactó su brazo
adelantado, seguido de un giro del palo en el aire y un enérgico golpe descendente
al casco de la armadura que le dejó inconsciente en el suelo.
La justa había terminado y los padrinos
reanimaron a su jefe. No se había producido
ninguna irregularidad y todo concluyó cordialmente con una cena en la que se
comentaron afablemente los pormenores de la pelea. Incidentalmente averigüé el
origen victoriano del pintoresco nombre de Nanogulls que mi rival y patrón eligió para su empresa de
alta tecnología.
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