miércoles, 11 de enero de 2012

El barrio viejo: I

Posted on octubre 29, 2010 Este relato, aunque de lectura independiente, está ubicado dentro del escenario general que se presentó en la serie de entregas posteadas bajo el título “guerras ajenas” y es la continuación del mismo. —————————————————————————————————–



Era un hecho, siempre que había que visitar el barrio viejo le tocaba a mi el viajecito. Los barrios viejos habían sido una de las escasas imposiciones de los koskusha a las sociedades humanas y su implantación había resultado una labor difícil de llevar a cabo. Sólo cuando los humanos vieron que los invasores alienígenas se mostraban inflexibles al respecto y que estaban dispuestos a eliminar los movimientos de resistencia con toda la contundencia que fuese necesaria transigieron con la medida. 

Actualmente, visto en retrospectiva, hay una creciente corriente de opinión, sobre todo en el mundillo académico, que considera que el cambio fue beneficioso. Más aun, creen que caso de no haberse llevado a cabo habría abocado a las sociedades humanas a un colapso estructural. Aún así el ciudadano de a pie sigue viendo la situación con un cierto disgusto y es uno de los argumentos que podrían usarse para incitar a la rebelión contra la dominación kokusha. Pero va a ser que no. El sargento no quiere ni oír hablar del asunto. Para él los barrios viejos son el mayor regalo de los kokusha a la civilización humana y le horrorizaría la idea de que volviera a instaurarse la sociedad pensionista que preponderaba en los antiguos países del primer mundo antes de la ocupación. Y como quiera que el sargento era muy hábil, al menos cuando quería, para convencer a los que le rodeaban nadie en el movimiento de resistencia mostraba mayor interés en abolir los barrios viejos. O, ya puestos, en visitarlos. 

Estaba llegando a la invisible frontera que separaba el barrio viejo del resto de la ciudad. Como en muchas otras urbes en Madrid el barrio viejo se había ubicado en las afueras. Dada la ingente cantidad de gente que debía ocuparlos la mayoría de los edificios del barrio viejo eran apartamentos construidos de manera apresurada. Ocasionalmente, según el crecimiento urbanístico absorbía poblaciones preexistentes los encargados de la planificación había optado por mantener los edificios preexistentes que pasaban a ser oasis de edificación tradicional entre un mar de monótonos bloques de viviendas nuevas. En la transición entre el grueso de la ciudad y el barrio viejo se alternaban los edificios antiguos con los de nueva factura. E igualmente se alternaba la población joven con la población mayor. Según uno se adentraba en el barrio viejo los edificios antiguos desaparecían, y la gente joven con ellos. 

Uno de los aspectos en los que era muy obvio que uno ya se había adentrado en el barrio viejo era el tráfico. En esa zona casi la totalidad de los conductores sobrepasaban los 70 años, y la velocidad a la que lo hacían resultaba insufriblemente lenta, al menos para alguien como él, relativamente joven. Por supuesto como en ese barrio todo el mundo conducía despacio los reflejos ralentizados de los ancianos no eran un impedimento a la hora de maniobrar un vehículo ya que todos los demás conductores se comportaban con la misma parsimonia. Por supuesto esa era una de las ideas esenciales de los barrios viejos. Al obligar a que toda a población que sobrepasaba una cierta edad a residir junta en unas zonas determinadas podían optimizarse las estructuras urbanísticas para adaptarse a sus limitaciones. Desde luego esas optimizaciones serían un handicap para otras personas de menor edad, pero nadie por debajo de la edad límite podía vivir en el barrio viejo de modo permanente. 

Resultaba sencillo orientarse en el barrio viejo. La disposición urbanística era muy regular, con grandes avenidas rectas cruzándose unas con otras de manera perpendicular. Por desgracia mi cita debía celebrarse en una de las poblaciones absorbidas, cuya disposición era mucho menos uniforme. Por ese motivo cuando creí que no debía andar muy lejos conecté el galileo del coche. Los dispositivos galileo oficialmente sólo estaban permitidos en usos militares. Yo ya no era militar, pero la organización no parecía tener muchos problemas en conseguir ese tipo de artilugios para ponerlos a disposición de sus miembros. El dispositivo entró en funcionamiento y rápidamente me marcó en el mapa una ruta relativamente simple de seguir. Confiaba que no hubiera algún desajuste serio entre los mapas, normalmente no muy actualizados, y el trazado real. No me preocupaba tanto tener un accidente y acabar cayendo a algún canal o acequia construido recientemente y que no figurase en la memoria del galileo como el simple hecho de perderme. La primera vez que había visitado el barrio viejo no me había preocupado de llevar un dispositivo de esos y me había perdido. Eso parecía un problema menor hasta que había empezado a preguntar a los viandantes para que me orientasen. Había descubierto que a la gente mayor no le había hecho ninguna gracia que el resto de la población hubiese capitulado tan fácilmente, según ellos, a las exigencias kokusha y que no dejaban pasar ocasión para vengarse sutilmente de los jóvenes que los habían abandonado y recluido en guetos. Había tardado casi una hora en llegar a mi destino, y sólo lo logré cuando me olvidé de preguntar y paré a consultar por mi cuenta Google maps en el tablet del vehículo. 

Por fortuna no hubo ningún problema con el dispositivo de navegación por satélite y llegué puntualmente a mi primera cita de hoy, Silvia. Silvia no era una residente del barrio viejo. Era una arquitecta recién entrada en lo que antes se solía denominar mediana edad. En la práctica a sus ¿treinta y muchos, cuarenta y pocos? seguía siendo una mujer despampanante, de estatura ligeramente por encima de la media. Ese día llevaba suelta su media melena de color castaño, casi claro. Estaba alojada en un lujoso hotel y me invitó a que tomáramos algo y charláramos un rato antes de reunirnos con el resto de la gente. Nos dirigimos al comedor del hotel. Eran as siete de la tarde, demasiado temprano para cenar, y no había apenas gente por lo que pudimos elegir el sitio que más nos apetecía. Al poco de sentarnos llegó un amable camarero a tomarnos nota. Dado que estábamos en el barrio viejo el camarero, como el resto de personal del hotel, era una persona que superaba la edad límite. En lo que antiguamente era España esa edad se había fijado en los 70 años y por su aspecto nuestro camarero no debí a rebasar en mucho esa edad. A mi me resultaba algo violento que una persona de su edad nos atendiese. Yo pertenecía a la cultura del pensionado y siempre había dado por hecho que alguien de esa edad debía ser un jubilado que cobrase una pensión. Cierto es que ya antes de la invasión Kokusha se habían producido intentos de elevar a edad de jubilación, pero siempre habían sido recibidos con grandes revueltas sociales y aunque algunos países habían conseguido llevar a cabo reformas ninguno había logrado llevarlas adecuadamente a la práctica. En realidad, hablando de modo estricto, los kousha no habían abolido totalmente el sistema de pensiones. Una persona que llegase a ser funcionalmente anciana cobraba una pensión. Y las pensiones por discapacidad seguían existiendo. EL gran cambio había sido, claro está, la implantación de los barrios viejos. Ahora cuando alguien llegaba a la edad tradicional de jubilación podía optar, si se veía capacitado, de seguir en su puesto habitual de trabajo, conviviendo con su gente de siempre y en su domicilio habitual. Si no se veía capaz, o era despedido y no encontraba empleo en la zona joven se le concedían un máximo de cinco años, en los que cobraba una prestación de desempleo, hasta encontrar un nuevo trabajo. Si no lo conseguía pasaba a estar en el limbo. El limbo era una figura legal por la cuál la gente mayor podía seguir habitando en la zona joven, mientras pudiera pagarlo. La casa que habitaba, incluso si era suya en propiedad hasta ese momento, pasaba a convertirse en una casa alquilada al estado. El estado también se quedaba con un porcentaje anual de los ahorros del limboista. Uno salía del limbo cuando ingresaba en el barrio viejo. Allí volvía a ser un trabajador normal, que cometía con otros trabajadores. Eso sí, todos mayores de 70 años. Claro, había algunos cambios, las jornadas laborales eran mas cortas, y su duración decrecía paulatinamente según se iban cumpliendo años. Y cuando se alcanzaba la senectud funcional se optaba por fin a la pensión. El sistema era viable económicamente para la sociedad, y los trabajos podían ser realizados sin grandes problemas. Un camarero como el que les servía lo pasaría mal en la zona joven, pero podía desempeñarse perfectamente en el barrio viejo dónde las exigencias eran mucho menores. 

-- Raúl, eh, Raúl, despierta – oyó que le decía Silvia. 
-- ¿Qué? Ah, no, no estaba dormido, estaba pensando lo raro que se me hacía que nos atendiera un camarero tan anciano – respondí tras un pequeño lapso, algo aturdido. Realmente ese día había madrugado y a esas horas estaba un poco adormilado. Silvia se había dirigido a mí por mi nuevo nombre, Raúl. Y el caso es que incluso tras haber pasado cinco mese como civil me resultaba extraño que no se dirigieran a mi por el habitual “Martínez” o si acaso “soldado Martínez”.

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