miércoles, 11 de enero de 2012

Guerras ajenas (I)


El sargento me da escalofríos. No sólo a mí, toda la compañía comparte el mismo sentimiento, incluyendo nuestros mandos alienígenas. Pese a ello estamos agradecidos de que este con nosotros. De no ser por él hace mucho que todos habríamos perecido en esta maldita selva engendrada en algún remoto infierno e importada a nuestro planeta por los enemigos de los extraterrestres que una década atrás se habían adueñado de nuestro planeta.

Es noche cerrada y aunque sabemos que hay luna llena bajo el dosel de los tupidos árboles no se ve una mierda sin las gafas de visión nocturna. Hoy ha sido uno de los más cálidos del año, con temperaturas de algo más de 50 grados al mediodía. Miro a hora, son las 2 de la noche, pero no ha refrescado ni una pizca. El calor es asfixiante, la humedad hace que la ropa se pegue al cuerpo como la hubiesen empapado en algún tipo de tegumento viscoso que actuase como adhesivo. El exoesqueleto de combate ayuda en parte a sobrellevar el asqueroso clima: carga buena parte del peso corporal moverse sería una tortura y correr más de cien metros una hazaña imposible; también cuenta con una reserva de oxígeno puro a la que recurrimos cuando el aire de la jungla se vuelve demasiado sofocante para respirarlo sin jadear.

Camino al lado del sargento, ligeramente detrás suyo. Acabo de fijarme en que no oigo el sonido de los servomotores de su exoesqueleto. Ajusto la nitidez del sistema de visión y consigo distinguir que no lo lleva puesto. Pese a ello lleva consigo el resto del equipo reglamentario, que pesa alrededor de 40 kilos y se mueve con él con total ligereza, sin signo alguno de fatiga. Prefiero no pensar ahora en como es posible eso, tengo cosas mas urgentes de las que preocuparme, como por ejemplo mantenerme con vida hasta que amaneciese.

Nuestra misión actual era rutinaria, localizar cualquier criatura hostil que hubiese en los alrededores y eliminarla antes de que ella nos masacrara a nosotros. Si teníamos suerte nos toparíamos con algún animal diseñado para hacer que el por de los dinosaurios carnívoros conocidos pareciese un corderito. Si la suerte nos era adversa seríamos asesinados – a excepción del sargento, claro -- por algo que no dejaría un rastro que permitiese los que encontrasen nuestros restos identificar sus características.

El traje emitió un suave zumbido que indicaba la cercanía de uno de nuestros jefes aliens. Giré la vista hacia dónde el indicador marcaba su posición pero no pude verle. Deduje que llevaba activado el sistema de camuflaje electromagnético multifrecuencia que lo volvía invisible al rango óptico de los humanos, a los infrarrojos, ultravioletas y quien sabe cuantas longitudes más de onda. El sargento también había vuelto su cabeza hacia esa posición y empezó hablar en la lengua de los aliens, o, para hablar propiamente, el idioma que estos habían creado para poderse comunicar verbalmente con los humanos. Yo apenas lo entendía, pero el sargento lo hablaba con fluidez. Se rumoreaba que el sargento había sido uno de los primeros humanos – si es que alguna vez había sido tal – en contactar con ellos. Si lo que se contaba era cierto ya había sabido de su existencia antes de que las naves extraterrestres apareciesen en el espacio aéreo terrestre para apropiarse de las reservas de petróleo y poner en jaque a la civilización terrestre sin necesidad de disputar una guerra digna del nombre. Los cuchicheos decían que mientras los aliens reformaban las sociedades de nuestro planeta para convertir la tierra en una inmensa fábrica dedicada a construir el material militar que necesitaban para librar la batalla interplanetaria en la que estaban envueltos el sargento había sido enviado fuera del sistema solar a pela en distantes batallas entre facciones alienígenas. Eso se oía, sí, pero casi nadie se atrevía a preguntarle al sargento por la veracidad de esas historias. Cuando algún novato era lo bastante imprudente como para inquirir directamente sobre el particular el sargento se limitaba a dar evasivas amables. Si el pipiolo era lo bastante incauto como para insistir el sargento recurría a la socarronería. Realmente nunca llegaba a ser desagradable, pero era firme en su hermetismo y la gente simplemente terminaba desatiendo de intentar obtener una respuesta directa de él. Otra cosa eran los aliens. Uno nunca podía saber muy bien lo que pasaba por la cabeza de un ser nacido a la luz de una estrella diferente del sol, pero al menos se podía conversar con ellos y obtener información. Además había comprobado que a los aliens les interesaba hablar sobre el sargento. Por lo visto el sargento infundía temor incluso en esas criaturas extraterrestres cuya tecnología estaba tan por encima de nuestro nivel actual como la nuestra lo estaba respecto a la de los indios precolombinos.

La conversión del sargento y el alien concluyó. Creí entender que se había detectado un posible depredador del tipo roannom cerca del campamento kappa. Ese acuartelamiento pertenecía a las divisiones del turno de día y en esos momentos sólo habría unos pocos guardas patrullando el perímetro. Eso bastaba para repeler incursiones comunes, pero un roannom representaba un grave peligro. Los roannom eran unos carnívoros cuadrúpedos de casi media tonelada de peso. Eran criaturas compactas y muy fuertes. Eran originarias de un planeta cuya gravedad casi triplicaba a la terrestre. Contaban con un esqueleto falible, como los vertebrados terrestres, pero también disponían de una cubierta externa muy resistente, formada de una sustancia similar a la quitina de los insectos, aunque bastante más flexible. Su mandíbula tenía una disposición horizontal y era levemente parecida a la de las hormigas terrestres capaces e partir a un hombre por la mitad, incuso con a armadura del exoesqueleto puesta. Pese a su aspecto terrorífico no carecían de inteligencia y de recursos predadores. Podían, por ejemplo, segregar una sustancia pegajosa e inodora que pulverizaban con una pequeña probóscide sobre la maleza. Si un animal tenía el infortunio de atravesar la zona en cuestión el líquido saltaba sobre sus cuerpos y penetraba en el torrente sanguíneo. Una vez allí tenía un efecto paralizante sobre la víctima. Aparte de eso el contacto con el calor corporal provocaba que una pequeña parte de la sustancia se evaporase en un fétido gas que el roannom podía oler desde cientos de metros de distancia, incluso en una selva tupida como aquella.

Me armé de valor y decidí preguntarle al sargento si había entendido bien y si la compañía kappa estaba en peligro. Después de todo en esa compañía había algunos buenos colegas y si estaban amenazados quería asegurarme de que recibiesen ayuda. El sargento hizo una pausa antes de responder e hizo un gesto que posiblemente fuese una sonrisa, pero que con el sistema de visión infrarroja pareció una mueca.

-- Efectivamente soldado Martínez, hay un roannom cerca del campamento kappa—dijo en un murmullo el sargento.

-- ¿Y que vamos a hacer al respecto, señor?, me atreví a añadir.
-- El mando kukosha – los kukosha era la denominación de los aliens a los que servíamos – ya ha avisado al campamento para que estén alerta. El mando sospecha que ese roannom no es una amenaza aislada y hay algo más que se propone atacar ese asentamiento, aunque no saben los detalles.

-- ¿y que vamos a hacer nosotros, señor?— añadí sin pensar.
-- ¿seguir hablando para dejar meridianamente clara nuestra posición al enemigo para que puedan elegir como atacarnos o intentar desplegarnos en silencio y ver si somos capaces de localizarles nosotros a ellos? ¿Usted que prefiere Martínez?

En ese momento me dí cuenta avergonzado de que, movido por la preocupación por mis colegas, había estado haciendo las preguntas en voz excesivamente alta. Un jefe militar al uso se habría tomado muy mal mi indiscreción, pero no el sargento. El sargento era muy buen tipo. Nunca había estado en el ejército antes de la invasión alien y sus modales eran los de un civil. Para mí, que era militar de carrera y había llegado a ser oficial de alta graduación el ejercito de mi país, las cualidades castrenses del sargento me parecían bastante dudosas. Pero claro, mi país, como el resto, ya no existía. Ahora era una zona geográfica, la número 34, como cualquier otra al servicio del imperio kukosha. Y en ese ejercito y era un simple soldado raso. Y nuestro sargento era el militar de mayor graduación gracias a un hecho muy simple: él había sobrevivido sin mayor percance durante casi un año en una zona dónde cualquiera que hubiese permanecido destacado allí más de tres meses se había convertido en un cadáver.

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