El sargento me da escalofríos. No sólo
a mí, toda la compañía comparte el mismo sentimiento, incluyendo
nuestros mandos alienígenas. Pese a ello estamos agradecidos de que
este con nosotros. De no ser por él hace mucho que todos habríamos
perecido en esta maldita selva engendrada en algún remoto infierno e
importada a nuestro planeta por los enemigos de los extraterrestres
que una década atrás se habían adueñado de nuestro planeta.
Es noche cerrada y aunque sabemos que
hay luna llena bajo el dosel de los tupidos árboles no se ve una
mierda sin las gafas de visión nocturna. Hoy ha sido uno de los más
cálidos del año, con temperaturas de algo más de 50 grados al
mediodía. Miro a hora, son las 2 de la noche, pero no ha refrescado
ni una pizca. El calor es asfixiante, la humedad hace que la ropa se
pegue al cuerpo como la hubiesen empapado en algún tipo de tegumento
viscoso que actuase como adhesivo. El exoesqueleto de combate ayuda
en parte a sobrellevar el asqueroso clima: carga buena parte del peso
corporal moverse sería una tortura y correr más de cien metros una
hazaña imposible; también cuenta con una reserva de oxígeno puro a
la que recurrimos cuando el aire de la jungla se vuelve demasiado
sofocante para respirarlo sin jadear.
Camino al lado del sargento,
ligeramente detrás suyo. Acabo de fijarme en que no oigo el sonido
de los servomotores de su exoesqueleto. Ajusto la nitidez del
sistema de visión y consigo distinguir que no lo lleva puesto. Pese
a ello lleva consigo el resto del equipo reglamentario, que pesa
alrededor de 40 kilos y se mueve con él con total ligereza, sin
signo alguno de fatiga. Prefiero no pensar ahora en como es posible
eso, tengo cosas mas urgentes de las que preocuparme, como por
ejemplo mantenerme con vida hasta que amaneciese.
Nuestra misión actual era rutinaria,
localizar cualquier criatura hostil que hubiese en los alrededores y
eliminarla antes de que ella nos masacrara a nosotros. Si teníamos
suerte nos toparíamos con algún animal diseñado para hacer que el
por de los dinosaurios carnívoros conocidos pareciese un corderito.
Si la suerte nos era adversa seríamos asesinados – a excepción
del sargento, claro -- por algo que no dejaría un rastro que
permitiese los que encontrasen nuestros restos identificar sus
características.
El traje emitió un suave zumbido que
indicaba la cercanía de uno de nuestros jefes aliens. Giré la vista
hacia dónde el indicador marcaba su posición pero no pude verle.
Deduje que llevaba activado el sistema de camuflaje electromagnético
multifrecuencia que lo volvía invisible al rango óptico de los
humanos, a los infrarrojos, ultravioletas y quien sabe cuantas
longitudes más de onda. El sargento también había vuelto su
cabeza hacia esa posición y empezó hablar en la lengua de los
aliens, o, para hablar propiamente, el idioma que estos habían
creado para poderse comunicar verbalmente con los humanos. Yo apenas
lo entendía, pero el sargento lo hablaba con fluidez. Se rumoreaba
que el sargento había sido uno de los primeros humanos – si es
que alguna vez había sido tal – en contactar con ellos. Si lo que
se contaba era cierto ya había sabido de su existencia antes de que
las naves extraterrestres apareciesen en el espacio aéreo terrestre
para apropiarse de las reservas de petróleo y poner en jaque a la
civilización terrestre sin necesidad de disputar una guerra digna
del nombre. Los cuchicheos decían que mientras los aliens reformaban
las sociedades de nuestro planeta para convertir la tierra en una
inmensa fábrica dedicada a construir el material militar que
necesitaban para librar la batalla interplanetaria en la que estaban
envueltos el sargento había sido enviado fuera del sistema solar a
pela en distantes batallas entre facciones alienígenas. Eso se oía,
sí, pero casi nadie se atrevía a preguntarle al sargento por la
veracidad de esas historias. Cuando algún novato era lo bastante
imprudente como para inquirir directamente sobre el particular el
sargento se limitaba a dar evasivas amables. Si el pipiolo era lo
bastante incauto como para insistir el sargento recurría a la
socarronería. Realmente nunca llegaba a ser desagradable, pero era
firme en su hermetismo y la gente simplemente terminaba desatiendo de
intentar obtener una respuesta directa de él. Otra cosa eran los
aliens. Uno nunca podía saber muy bien lo que pasaba por la cabeza
de un ser nacido a la luz de una estrella diferente del sol, pero al
menos se podía conversar con ellos y obtener información. Además
había comprobado que a los aliens les interesaba hablar sobre el
sargento. Por lo visto el sargento infundía temor incluso en esas
criaturas extraterrestres cuya tecnología estaba tan por encima de
nuestro nivel actual como la nuestra lo estaba respecto a la de los
indios precolombinos.
La conversión del sargento y el alien
concluyó. Creí entender que se había detectado un posible
depredador del tipo roannom cerca del campamento kappa. Ese
acuartelamiento pertenecía a las divisiones del turno de día y en
esos momentos sólo habría unos pocos guardas patrullando el
perímetro. Eso bastaba para repeler incursiones comunes, pero un
roannom representaba un grave peligro. Los roannom eran unos
carnívoros cuadrúpedos de casi media tonelada de peso. Eran
criaturas compactas y muy fuertes. Eran originarias de un planeta
cuya gravedad casi triplicaba a la terrestre. Contaban con un
esqueleto falible, como los vertebrados terrestres, pero también
disponían de una cubierta externa muy resistente, formada de una
sustancia similar a la quitina de los insectos, aunque bastante más
flexible. Su mandíbula tenía una disposición horizontal y era
levemente parecida a la de las hormigas terrestres capaces e partir a
un hombre por la mitad, incuso con a armadura del exoesqueleto
puesta. Pese a su aspecto terrorífico no carecían de inteligencia y
de recursos predadores. Podían, por ejemplo, segregar una sustancia
pegajosa e inodora que pulverizaban con una pequeña probóscide
sobre la maleza. Si un animal tenía el infortunio de atravesar la
zona en cuestión el líquido saltaba sobre sus cuerpos y penetraba
en el torrente sanguíneo. Una vez allí tenía un efecto paralizante
sobre la víctima. Aparte de eso el contacto con el calor corporal
provocaba que una pequeña parte de la sustancia se evaporase en un
fétido gas que el roannom podía oler desde cientos de metros de
distancia, incluso en una selva tupida como aquella.
Me armé de valor y decidí
preguntarle al sargento si había entendido bien y si la compañía
kappa estaba en peligro. Después de todo en esa compañía había
algunos buenos colegas y si estaban amenazados quería asegurarme de
que recibiesen ayuda. El sargento hizo una pausa antes de responder
e hizo un gesto que posiblemente fuese una sonrisa, pero que con el
sistema de visión infrarroja pareció una mueca.
-- Efectivamente
soldado Martínez, hay un roannom cerca del campamento kappa—dijo
en un murmullo el sargento.
-- ¿Y que vamos a hacer al respecto,
señor?, me atreví a añadir.
-- El mando kukosha – los kukosha
era la denominación de los aliens a los que servíamos – ya ha
avisado al campamento para que estén alerta. El mando sospecha que
ese roannom no es una amenaza aislada y hay algo más que se propone
atacar ese asentamiento, aunque no saben los detalles.
-- ¿y que vamos a hacer nosotros,
señor?— añadí sin pensar.
-- ¿seguir hablando para dejar
meridianamente clara nuestra posición al enemigo para que puedan
elegir como atacarnos o intentar desplegarnos en silencio y ver si
somos capaces de localizarles nosotros a ellos? ¿Usted que prefiere
Martínez?
En ese momento me dí cuenta
avergonzado de que, movido por la preocupación por mis colegas,
había estado haciendo las preguntas en voz excesivamente alta. Un
jefe militar al uso se habría tomado muy mal mi indiscreción, pero
no el sargento. El sargento era muy buen tipo. Nunca había estado en
el ejército antes de la invasión alien y sus modales eran los de un
civil. Para mí, que era militar de carrera y había llegado a ser
oficial de alta graduación el ejercito de mi país, las cualidades
castrenses del sargento me parecían bastante dudosas. Pero claro, mi
país, como el resto, ya no existía. Ahora era una zona geográfica,
la número 34, como cualquier otra al servicio del imperio kukosha. Y
en ese ejercito y era un simple soldado raso. Y nuestro sargento era
el militar de mayor graduación gracias a un hecho muy simple: él
había sobrevivido sin mayor percance durante casi un año en una
zona dónde cualquiera que hubiese permanecido destacado allí más
de tres meses se había convertido en un cadáver.
No hay comentarios:
Publicar un comentario