miércoles, 11 de enero de 2012

El barrio viejo: III

El auditorio estaba lo bastante próximo como para poder llegar andando a tiempo para el concierto, así que decidimos pagar la consumición y llegarnos hasta allí dando un paseo. Según los standards de la zona joven no era una hora muy tardía. Sin embargo para los usos del barrio viejo era ya el momento en que la mayoría de sus habitantes empezaban a pensar en cenar, si no lo habían hecho ya, e irse a la cama. La consecuencia de ello es que las calles estaban prácticamente desiertas. 

No habíamos recorrido ni la mitad del trayecto cuando se produjo un lejano fogonazo de luz. Nos giramos para verlo de frente. Pudimos observar como unas llamaradas se elevaban hacia el cielo nocturno, alzándose por encima de los edificios que se hallaban entre nosotros y ellas. A los pocos segundos, unos 15 o así, llegó el ruido de una explosión, apagado por la distancia, así como una ligera onda de choque que apenas fue lo bastante fuerte como para agitar un poco los cristales de los edificios. De manera automática multipliqué el tiempo de retraso entre la luz y la explosión por la velocidad del sonido y estimé que lo que veíamos se hallaba a unos 5 kilómetros. Silvia debió haber llegado a la misma conclusión y, dado que conocía la zona, rápidamente ubicó el lugar de la detonación. 

--¡Eso ha sido en la fábrica de los Kokusha! 

--¿Los kokusha tiene fábricas en el barrio viejo? – respondí sorprendido por la información. 

-- Si, si, claro que sí. Esos tienen fábricas por todos lados. No sé que demonios hacen ahí, pero sea lo que sea es algún tipo de producto adecuado para que los ancianos puedan elaborarlo de manera bastante competitiva – aclaró Silvia. 

-- Pues fuera lo que fuese debía ser algo que explotara con facilidad. O eso o alguien se las ha apañado para introducir ahí una buena ración de explosivos – comenté. Por cierto, ¿había muchos edificios por la zona? Lo digo porque, aunque muy debilitada, la onda expansiva llegó hasta aquí. Si no recuerdo mal la intensidad de las explosiones decae con el cubo de la distancia. Eso significa que en las zonas relativamente cercanas los daños den haber sido tremendos. 

-- No, la fábrica estaba en un descampado. Nunca me lo había planteado, pero imagino que el motivo para ello debía ser ese, evitar que si explotaba causara daños. Muy considerado por parte de los kokusha si es así la verdad – explicó Silvia. 

-- Pues sí… 

Pensaba añadir mas cosas, pero me interrumpió el sonido una sirena. Se trataba de un camión de bomberos que avanzaba a toda pastilla por la calle en la que estábamos camino hacia el incidente. Aún no había terminada de pasar cuando le siguió otro, a ese le siguió un ambulancia, después un coche de policía y así uno tras otro una cohorte entera de vehículos oficiales apresurándose a llegar al lugar del incidente. Resultaba chocante ver que casi todo el personal de los cuerpos de seguridad y emergencias estaba integrado por gente de fuera del barrio viejo. Para tareas que requerían acción física intensiva seguía siendo necesaria gente de menor edad. Curiosamente, para evitar disonancias sociales, todos los integrantes de esos cuerpos especiales vivían en zonas residenciales dedicadas, islas de juventud en medio de un mar de gente anciana. 

--Oye, ¿Qué crees que habrá sido, un accidente o un atentado? – Preguntó Silvia – casi gritando para hacerse oír por encima del ruido de las ululantes sirenas de los coches que pasaban. 

--No sé, no hay muchos precedentes de errores en una fábrica Kokusha lo bastante graves para derivar en un accidente. Me inclino a pensar que debe ser un atentado – contesté en voz igualmente alta. 

-- ¿Y tu crees que…bueno, ya sabes…habrá tenido algo que ver? – dijo Silvia poniendo sobre la mesa la cuestión que me había planteado yo mismo desde el principio. La verdad es que había buenos motivos para planteárselo. El sargento nunca antes había aparecido por el barrio viejo, y ya era casualidad que justo cuando la persona del planeta que mejor conocía a los kokusha y sus debilidades decidía pasarse por la zona se produjera un accidente. Por otro lado nunca hasta ahora, al menos que supiera, nuestra organización había recurrido a los atentados. La verdad es que no sabía muy bien que pensar. 

-- No sé Silvia, no sabría decirte… 

Una vez más tuve que dejar la frase a medias pues oí como nuestros respectivos móviles nos avisaban de que teníamos un mensaje nuevo. Los miré y pude leer: << Acabo de ver la explosión. Voy a cotillear a ver si me entero de algo. He telefoneado al auditorio y me han dicho que no se suspende el concierto. Id vosotros a la primera parte e intentaré llegar a la segunda >>. 

Imaginé que el mensaje de Silvia diría exactamente lo mismo. Levanté la cabeza del móvil y la miré. Un rápido “vamos” me dio toda la información que necesitaba y continuamos nuestros caminos, sin hablar, pensando en lo que podría haber pasado y en que podría afectar a nuestra causa. 

No tuvimos problemas en conseguir entradas. No había demasiados asistentes. Observé con sorpresa que más o menos la mitad de los que habíamos acudido a ver el concierto éramos gente joven – entiéndase, gente de fuera del barrio viejo --. Es un hecho que me llamo bastante la atención, por algún motivo tenía la impresión de que la mayor parte del público de la música clásica sería gente mayor, o incluso muy mayor. Pensé que, tal vez, la proporción de edades estuviera causada por lo tardío, para los del barrio viejo, del horario de celebración del mismo. 

Silvia y yo cogimos el programa de mano, cada uno el suyo. Leí la portada del mismo: 

Integral de los conciertos de piano de Ravel 

Orquesta de la meseta ibérica 

Dirigida por Mario Lavista 

Intérprete solista: Maria Rosa Sanchez. 

Me hizo gracia el nombre de la orquesta. Sospecho que en tiempos podría haber sido la orquesta de la comunidad de Madrid, de la comunidad de Castilla la Mancha o algo por el estilo. Pero ya no había comunidades, claro. Los Kokusha nada más llegar abolieron las soberanías nacionales, abolieron las fronteras e impusieron una metasoberania global en la que cualquier persona podía ir libremente a cualquier lugar del mundo a la que le apeteciera. Pese a ello mantuvieron un poder administrativo que, más o menos, se correspondía con los antiguos países humanos y permitieron que las personas que ostentaban ese poder fueran elegidas en procesos democráticos entre las poblaciones humanas. En España se solicito a la autoridad kokusha que se aprovechara el cambio para que las antiguas comunidades autónomas pasaran a tener el mismo status que las soberanías de los antiguos países. Como a los alienígenas ni les iba ni les venía el asunto al principio accedieron. Sin embargo enseguida hubo desacuerdos entre los dirigentes sobre como trocear los territorios, a quien pertenecía el derecho de explotación de tal o cuál recurso económico (especialmente el agua) y presentaron tantas revisiones a la propuesta original que el mando kokusha decidió cortar por lo sano y denegar cualquier subdivisión del territorio. Antes las protestas de unos a la medida optaron por reafirmar su postura y decidieron incorporar a las antiguas España y Portugal en una gestión única: La península Ibérica. Y para dejar claro que se habían sentido molestos con la tontería fueron muy claritos a la hora de dejar claro que debía eliminarse de manera tajante cualquier referencia a las antiguas comunidades. 



Mientras yo me había dedicado a meditar sobre el posible origen de la orquesta Silvia había sido mas práctica y había empezado a leer el resto del catálogo. Su primer comentario al respecto lo profirió en un tono de ligera indignación: 

-- ¡Anda! ¡Pero que morro! La “integral” de los conciertos de Ravel resulta que solo consta de dos piezas. ¡Menuda integral de birria! 

-- ¿Sólo dos? Vaya, bueno, tal vez mejor así. Si no nos gustan al menos el aburrimiento será mas cortó – respondí conciliador. Además, dos conciertos…sigue siendo mucho tiempo ¿no? 

-- No tanto. He leído que el primero concierto, el concierto para la mano izquierda, que es como lo llaman, es muy cortito. Y el segundo tampoco es demasiado largo, parece. Yo creo que entre ambos conciertos deberían poner alguna otra obra. Además, así descansaría la pianista. – me espetó Silvia, sosteniendo airada su postura inicial. 

-- Hum, bueno, puede ser. Me imagino que lo suyo es que si van a interpretar algo de Ravel deberían incluir el bolero, que es lo que conoce todo el mundo. Vamos, al menos yo es lo único suyo que conozco – expliqué. 

-- Pues si, desde luego ¿Qué eso de tocar a Ravel y no poner el bolero? Con lo bonito que es – dijo Silvia en tono de dejar zanjado el asunto. 


Cuando nos dirigimos a la sala del concierto asistimos a una escena reveladora. Un señor cuya edad mostraba bien a las claras su condición de residente de la zona, quería llevar consigo su serbot. Sin embargo el acomodador le indicó que estaba prohibido acceder al patio de butacas con ellos. El característico ruido de los motores “paso por paso” del serbot era inapropiado para una audición dónde el silencio en el recinto era un requisito esencial. El anciano protestó aduciendo que eso era una tontería, que los móviles si estaban permitidos y que cualquier podía olvidarse de silenciarlo y recibir alguna llamada inoportuna. El amable acomodador, también anciano -- aunque saltaba a la vista que debía haber nacido al menos dos décadas más tarde -- explicó que eso no podía suceder. En el auditorio había instalados unos inhibidores de señal que se aseguraban de que no hubiera cobertura durante las interpretaciones. Muy a su pesar, según revelaba su iracundo rostro, el viejo gruñón accedió, siguiendo las indicaciones del acomodador, a dejar su serbot en el ropero. 

Silvia y yo nos miramos diciéndonos el uno al otro sin palabras: “Vaya, creo que ya sabemos porque el sargento nos ha ido a citar justo aquí”. 

Pasamos el resto del tiempo que faltaba hasta que empezara el concierto escuchando los cuchicheos de nuestros vecinos de asiento. El tema estrella de las conversaciones, como cabía esperar, era la explosión. Oímos varios rumores de muy diverso pelaje, pero nadie tenía ninguna información contrastada. Por lo visto los Kokusha habían dado orden tajante a las autoridades humanas locales de que se estableciese un perímetro de seguridad y que nadie entrara en la zona siniestrada, incluyendo a las fuerzas policiales y al servicio de bomberos. Estos últimos debían limitarse a asegurarse de que el incendio no se extendiera por los alrededores, pero bajo ningún concepto debían irrumpir en el interior de la fábrica. Por los propios Kokusha se harían cargo de la situación del interior desplazando a la zona un transbordador enviado directamente desde las naves orbitales dónde vivían la mayor parte de los Kokusha. Era bien conocido por todos lo remisos que eran los alienígenas a descender de sus naves y pasearse por el planeta que gobernaban. Solo unos pocos delegados en tareas estratégicas lo hacían de manera permanente. El resto sólo descendían a la superficie terrestre en ocasiones muy especiales. Aparentemente la explosión de la fábrica era una de esas ocasiones. 
Casi sin darnos cuenta empezó el concierto. Con tanto atender a las conversaciones ajenas no había leído nada del folleto informativo. Por eso cuando ví que la tal Rosa se sentaba al piano y lo primero que hacia era dejar el brazo derecho colgando muerto a u costado caí en la cuenta de que eso de “concierto par ala mano izquierda” era algo literal. La música no me disgustó del todo, aunque tampoco me entusiasmó. De algún modo en muchos pasajes me recordaba un poco al famoso Bolero. Lo que mas me impresionó fue la parte del piano. En algunos pasajes la mano izquierda recorría el teclado arriba y abajo a toda velocidad. En otras, de alguna manera, la intérprete conseguía que una sola mano ejecutara a la vez un acompañamiento y una melodía. Me pregunté porque alguien se molestaría en hacer una pieza con esas características. ¿Acaso al tal Ravel le habría sucedido lo que a nuestro famoso manco de Lepanto, el inigualable Cervantes? Miré disimuladamente el programa y logré dar con la explicación. Por lo visto un pianista famoso de la época, un tal Paul Wittgenstein había resultado herido en la primera guerra mundial y le habían tenido que amputar el brazo derecho. Tras reponerse anímicamente del trauma que eso le supuso se dedico a recopilar la música que existía en el repertorio mundial para ser interpretada con una sola mano. Al no encontrar plenamente satisfactorio lo que había decidió pedirle a algunos de los mas grandes compositores de la época, entre ellos Maurice Ravel, que compusieran obras adecuadas para un pianista mutilado. 

El final del concierto, consistente en un solo movimiento, fue saludado con una larga salva de aplausos y vítores. La pianista, una preciosa rubia de pelo más bien corto, que según el libreto era una cuarentona, pero que a la vista parecía estar en sus veintitantos, saludó educadamente al público. Lo hizo siguiendo el uso de los conciertos de la música clásica, inclinando el tronco repetidamente. Se saludó con el director, que por su aspecto parecía ser Mejicano, y tras esperar a que se poco a poco se fuesen apagando los aplausos se marchó del escenario, sujetándose la cola del largo vestido negro de terciopelo que llevaba cuando bajo las escaleras del mismo. Tras esto el director anunció por un micrófono discretamente colocado en su atril que habría un descanso de unos 20 minutos y que, como siempre, antes de la reanudación se emitirían tres avisos sonoros, con intervalos de un par de minutos, para avisar a los despistados. 

Silvia y yo nos disponíamos a abandonar nuestros asientos cuando apareció por allí el sargento. Llevaba un abrigo que dejó en el asiento situado al lado de Silvia. Está, curiosa, le preguntó si esa era la butaca que le correspondía, El aclaró que, si, por supuesto. Silvia no pregunto nada más, pero claramente se estaba preguntando lo mismo que yo ¿Cómo sabía el sargento dónde estábamos sentados? Y ya puestos, ¿era casualidad que el asiento de al lado de Silvia fuera uno de lo escasísimos asientos de las primeras filas que no estaban ocupados? En fin, un misterio menor entre muchos.

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